De turismo por Colombia

Se puede ir por la vida como se va por la ciudad amurallada, en coches tirados por caballos con anteojeras, y conducidos por cocheros de color local. Se le puede decir 'corralito de piedra' a Cartagena de Indias -un apodo elocuente- y participar en cumbres, cruceros y festivales, respetando ciertos límites que no salen en las guías turísticas, pero que todos aceptamos para no salir de nuestra zona de confort. Se pueden traer trajes blindados y agua embotellada made in USA, y el presidente Obama puede cenar con sus colegas latinoamericanos sin probar los manjares preparados en su honor, ya sea por asco o por temor al envenenamiento. También nosotros, fungiendo de excelentes anfitriones, podemos "limpiar" de mendigos, prostitutas, proxenetas, vendedores ambulantes e, incluso, de "nativos", nuestra joya del Caribe. Podemos fletar buses para esconderlos a todos en albergues provisionales de extramuros y sugerirles que regresen caminando bien despacio, para que ya se haya ido la visita. Podemos fabricar una Cartagena de Hollywood o un parque temático a lo Disney, con castillos, fuertes y mansiones, pero sin ruido, sin mugre, sin gente y sin pobreza. (Aunque un eje de la Cumbre sea la pobreza). Podemos hacer que los cartageneros observen la fiesta organizada en su ciudad detrás de rejas metálicas; exigirles escarapela para transitar por sus viejas calles y permitir que sean requisados o toqueteados por vigilantes extranjeros, con tal de que Obama nos conceda el honor de dormir en tierra colombiana. Yes, we can. No es la primera ni será la última vez que pretendemos maquillar lo que llamamos "la cara linda de Colombia". Pero que nadie se haga el sorprendido si la tozuda realidad se las arregla para salir por donde menos se la espera, como esas llagas que se pudren por no dejarlas respirar, o como las aguas represadas que han inundado al país en los últimos inviernos por haber sido torcidas de sus cauces. Que nadie esgrima uno de nuestros dichos favoritos: "la ropa sucia se lava en casa", ni espere disculpas internacionales, si otros han puesto al descubierto lo que nosotros, con nuestra devoción por los secretos, nos hemos empeñado en silenciar. Que nadie caiga en la ingenuidad de ignorar ciertos "servicios secretos" que hacen de Cartagena, según lo muestran las cifras sobre trata de personas, un destino clave para el turismo sexual, ni en el estereotipo de afirmar que "donde hay un hombre hay prostitución", como se le escapó a la Canciller. Aunque puedan leerse como un llamado a no reducir la Cumbre al escándalo sexual, sus palabras legitimaron la vieja ecuación de sexo y mercancía, que es inaceptable en estos tiempos. Lo mismo da si al decir "hombre" englobó al género humano, o si se refería exclusivamente a los varones, porque ella es vocera de un país muy preocupado por la alianza entre prostitución, bandas criminales y narcotráfico, que afecta a nuestros jóvenes más vulnerables. Y porque, viéndolo bien, sus palabras ratifican una tendencia nacional a perpetuar ese tabú que ubica al sexo del lado oscuro de lo humano. No es responsabilidad exclusiva de la Canciller que esos secretos a voces -la inequidad, la explotación, el servilismo y la miseria- hayan violado los controles ni es solo el escándalo de los servicios secretos, y ni siquiera son las concesiones infinitas que hemos hecho para zanjar una distancia entre dos lados tan distintos de ese espejismo denominado "Las Américas". Son la negación y el silencio, nuestros males atávicos, los que nos han jugado, de nuevo, una mala pasada. Podemos seguir así, de turismo por Colombia. Pero no solo la cara del jet set, sino las otras caras que no nos atrevemos a mirar, tarde o temprano se las arreglan para colarse en el corral. Como ya regresaron a Cartagena los que habían sido desplazados de la Cumbre de la Prosperidad y como salieron gritando las prostitutas del Caribe.

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